“Yo y mi padre somos uno”
Recuerdo la primera vez en que vi a mi padre. No
le vi como “mi” padre, porque en modo alguno era mío. Era un simple
personaje de película interpretado por el Ser – o la Conciencia, que
vienen a ser lo mismo-. Le vi con absoluta claridad. Vi lo que realmente
había allí; vi más allá de la historia, más allá de la historia de
padre e hijo, más allá de los deberías, de los no deberías, de los
podrías tener y de la historia de que no era la persona que yo hubiera
querido que fuese. Y es que, cuando todo aquello se desvaneció, cuando
el pasado se tornó tan irrelevante Comcel futuro, sólo quedó frente a mí
increíblemente inocente, un anciano, de cabello cano, con el rostro
arrugado y manchas en las manos. Entonces se desvaneció, súbitamente
todo intento de cambiarle, dejando tan sólo el agradecimiento.
Todo había sido muy inocente. Él era completamente inocente y yo era
completamente inocente. Él no había sido, en modo alguno, mi padre, y yo
había sido, en modo alguno, su hijo. Ésos no son más que roles que
hasta entonces habíamos tomado erróneamente por la realidad. Los actores
se habían identificado tanto con su rol que se habían olvidado de que
no eran más que actores desempeñando sencillamente el papel de padre y
el papel de hijo, y distorsionando así completamente la realidad.
Cuando, no obstante, la niebla se disipó y se abrieron las puertas de
la percepción, solo quedó la pura simplicidad de lo que ocurría. Un
anciano de cabello cano, sentado en una silla y tomando el desayuno.
Nada que fuese especialmente “mío”. Ninguna sensación de posesión.
Ninguna sensación de control o de falta de control. Un personaje
sencillo, perfecto en sí mismo. Ahora entendía a qué se refería Jesús
cuando dijo que “Yo y mi padre somos uno”.
En cierto modo se trataba de una muerte, de la muerte
de la historia de mi padre y de la muerte también, en consecuencia, de
la historia del hijo. Muerte del padre, muerte del hijo y muerte también
de todo lo que hay entre nosotros. Muerte de los roles. Muerte de la
pretensión, muerte de la fachada y muerte de las máscaras y de los
juegos. Y, sin embargo, detrás de todas esas muertes queda el latido de
la vida, porque nada real puede morir jamás.
Y no sólo la
muerte del padre, sino también la muerte de la madre, de la hermana, del
hermano, del amigo y del amante. Ésos no son más que roles
provisionales que, por más útiles que resulten para movernos en este
mundo, se interponen entre nosotros hasta acabar enmascarando la
intimidad de lo que es.
Cuando nada es tuyo, todo es tuyo.
Cuando nada es tuyo, no hay nada que pueda obstaculizar nada. Cuando
nada es tuyo, el mundo estalla en pedazos. Entonces no hay, en el mundo,
obstáculo alguno, y sólo queda una intimidad absoluta con otros yoes
aparentes y con todo lo que emerge.
No hay nada, cuando desaparecen los roles de padre y de hijo, que puedan obstaculizar esta intimidad.
¡Qué extraordinaria intimidad me une a ese hombrecillo que está
tomándose sus copos de maíz! ¡Es demasiado hermoso como para empezar a
hablar de ello!
Jeff Foster
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